Fantaseas con la muerte,
rozas sus hombros
tímidamente. La puedes oler.
La hueles.
Una mezcla entre jazmín e incienso
que entumece.
Su cintura está tan cerca de tus manos...
Pero entonces algo cálido y punzante
se te enrosca por la espalda.
Es la vida.
Y te giras asustado, y la miras
como quien mira a un fantasma.
Y te grita: “¡No me he ido!
¡Eres tonto! ¡Sigo aquí!”
Y te caes entre sus brazos
con unas poquitas ganas
y la pasión ya perdida.
Te acaricia y te pregunta:
“¿Qué te pasa?”
Y tú rompes a llorar sin responderle.
No te fías de la vida
pero temes a la muerte.
De repente, suena la canción
que más te gusta.
Abres la ventana y respiras.
Los gatos ronronean en el tejado.
Un rayito de sol y ya estás vivo.
Y te pones a pensar,
intentando recordar la vez pasada
de tantas y tantas veces,
donde la vida se portó tan mal
que te entraron ganas de matarla
para tratar de quererte.
Y vuelves al lugar de los hechos
que tanto daño te hicieron,
donde esperas encontrarla
y arreglar tus diferencias para siempre.
Sin embargo, otra vez allí te aguarda
la silueta soñada,
de espaldas, fumando,
la muerte.
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