Ese día mi compañero de borrachera
no pudo acudir a la cita.
Esgrimiendo una excusa tan real
como espantosa. En dos palabras:
“Tengo pilates.”
Así pues, ahí quedó la cosa. Irrebatible.
Totalmente fuera de lugar
de mi mundo construido sobre arpegios
de dudosa utilidad.
Sin embargo, durante el resto del día
no pude escapar de esa frase.
Esa frase me persiguió hasta la cocina,
en el baño, en el cepillado de dientes,
en las patatas fritas.
Hasta en las deslenguadas zapatillas
mientras las ataba con violencia
intentando ahogar su disparate. ¡Pilates!
Sí, pilates se coló por los recovecos
del psicoanálisis más torpe.
Incluso en ese momento del día,
ese lapso despreciable
de tiempo incalculable
que tiende a “menos infinito”
en que no pensamos nada,
también apareció de incógnito en el limbo.
“Tengo pilates, dice”
“¡Qué tiene pilates!”
“¿Pero… A dónde hemos llegado?”
“¡Pilates! ¡No me jodas! ¿Pilates?”
Y así todo el día.
“¡Que el caballero tiene pilates, dice!”
“¡Joder! ¿Tú también?”
“¡Pero vamos a ver!”
“¿Ya no vale sacrificar la salud por los bares?”
“¡Siempre ha sido así! Todo el mundo lo sabe.”
“¿Cuántos años de vejez nos hacen falta?”
“¡Pilates! ¡Lo que me faltaba por oír!”
“¿Pilates?”
“¡Pilates es para los perdedores!”