viernes, 16 de diciembre de 2011

Alarma

No quiero asomarme a la ventana.
El viento agita los árboles
de forma violenta,
un remolino de hojas secas
inunda el cielo
como un funeral
lleno de confeti.
Un montón de ellas
cubren el capó de mi coche,
ése que lleva sin arrancar
el mismo tiempo que yo
o menos.
Son las seis de la mañana
y la calle como siempre
esperando al mismo hombre
esmirriado y cabizbajo
que la acabe de cruzar
y levante de un chirrido
la persiana de su bar.
En el edificio de enfrente
una sábana tendida
se desprende
y planea unos segundos
hasta quedar enganchada
de una rama seca
a punto de quebrarse.
Una enorme polvareda
se levanta bajo el contenedor
de basura
y dos gatos salen corriendo
uno huye del otro
en mitad de un montón
de bolsas de plástico vacías
que se arrastran por la acera.
Suena el despertador:
Ya no es hora
de plantearse nada.
Es hora de dejarse llevar
como las hojas
como la rama
como las bolsas
como la sábana
como los gatos
como el del bar.

A partir de mañana
prometo ser
el hombre más gris de la tierra.

Si vuelve a sonar esa alarma.

Sótano

De tanto jugar con el lenguaje
olvidé cerrar la puerta de la palabra sótano
y la noche se desbarrancó escaleras abajo
entre paredes que se ajaban en silencio
y estertores de relojes
y baúles polvorientos
y un vago tumulto de pensamientos muertos.
Todo se volvió subterráneo
hasta perder sus raíces en medio de la oscuridad.
Y entonces sentí que algo se despeñaba
en la profundidad devoradora de mi boca
hasta convertirse en forma sombría,
en opresión de tierra
y en proximidad de huesos.



Armando Roa Vial