Mira que las deseo.
Y qué poco me gustan.
Luis Alberto de Cuenca
¿La vida?
Detrás, el voraz incendio.
Delante, un profundo
mar.
Y no sabes nadar.
Paseo por un barrio desconocido,
las calles tan limpias no dicen nada,
con los años, la ciudad ha enmudecido,
las farolas velan a los vivos
en un ámbar de sueño eterno.
De repente, se oyen voces a lo lejos,
de lo alto de un edificio,
el último estertor de una fiesta acabada.
Escena bucólica de madrugada.
Dos chicas en blanco y negro
a través del ventanal de un ático.
Una intenta vomitar dos veces,
veo como repite el gesto,
la otra se ríe y un piano suena de fondo.
Busco un lugar donde cerrar el capítulo.
Ya no hay humo en los cafés
ni se escucha la radio en la barra.
Ya no hay perros deambulando por las calles
pero las calles son aún más tristes si cabe.
Pasa un taxi a toda prisa
y el móvil me avisa que mañana llueve.
Todos los coches parecen iguales.
El cielo es un fondo de pantalla
y las estrellas agujeros plateados
por heridas de bala.
En todos los bares te atiende la misma persona.
Los sobres de azúcar ahora dicen
que el amor no existe.
Me he hecho mayor
y todo a mi alrededor se muere.
Me derretía cada vez que pasaba por delante de ella,
como la tarrina de helado que compraba, por comprar algo…
199 pesetas por una sonrisa, demasiado barato.
Su caja, un altar al que iba a rendir culto,
ella tan diosa, yo tan cobarde…
La venus de los ojos verdes que luego parecían azules,
el tonto de los helados...
Han pasado veinte años, yo tenía 19, ella 25,
o quién sabe, 24…
La calle sigue allí, los coches, el supermercado…
A veces vuelvo y la veo.
Es imposible no verla.
A veces vuelvo por si acaso.